Por: Margarita María Peláez Mejía.
No es un cuento, pero lo es.
No es una memoria, pero lo es.
No es una autobiografía, pero lo es.
Mi primer recuerdo de Eyra Fiske, está perdido allá lejos en el infinito profundo de una traba en el parque Bolívar de Medellín. Ella era rubia, ojos azules tristes, estaba muy flaca, ¿anoréxica?; me miraba con los ojos y la boca abierta, se veía asustada y perdida. Su lenguaje corporal, me hacía pensar en una historia de desamparo reflejada en todo su cuerpo y gestos. Yo conocía esta sensación, cuando tenía mucho miedo.
Me paré y le estiré el "porro" que estaba fumando, ya venían otros ñeros tras ella. Marqué el territorio y ella lo entendió, caminamos en silencio.
La llevé cerca del barrio Prado donde alquilaba por horas un cuarto. Ella me seguía como sonámbula. Le pregunté cómo se llamaba, balbuceo su nombre con un acento extraño, Eyra, me dijo. Era extranjera. Me le presente, soy Juan Luis Pérez. Traía conmigo un pan y una gaseosa. La compartí con ella que me dijo no comía desde el día anterior y tenía mucho cansancio y sueño. La llevé a un cuarto de alquiler, hablé con la dueña y me dijo que me cobraba más, por ser dos. La dejé allí y salí al rebusque para el pago del cuarto, comprar algo de comida y más yerba. Regresé al amanecer, ella seguía durmiendo; a las 11 a.m. hora en que debíamos entregar el cuarto despertó. Salimos al parque del Periodista, nos parchamos allí e inició nuestro diálogo.
Mientras ella hablaba en su pobre español mezclado con inglés (no era tampoco su idioma), sentía que hay palabras que llegan y abrazan y se entremezclan con abrazos que no necesitan de palabras.
Eyra era estudiante de filosofía en Oslo - Noruega, su país. Hacía dos meses saliendo de la universidad, me decía, fue cercada por tres compañeros, que le taparon la boca, le inmovilizaron y metieron en un carro, que partió a las afueras de la ciudad. Allí fue violada, golpeada, ultrajada, drogada durante dos días… perdió la conciencia, la abandonaron allí, deambuló hasta llegar al puerto, estaba perdida, desesperada e incapaz de llamar a sus padres, que eran pastores luteranos.
Decidió volver a casa, después de horas, ¿cuántas? no tenía conciencia del tiempo transcurrido. Ingresó en momentos que sus padres no estuvieran, se bañó por más de dos horas queriendo borrar de su cuerpo los ultrajes, se vistió, cogió su mochila metió en ella sus ahorros, alguna ropa, fue a la cocina y empacó algo de comida. Se dirigió al estudio de su padre, abrió el cajón del escritorio, donde tenía guardado una pistola, la guardó y se dirigió a la universidad, no ingreso a clases. Vigiló en el campus hasta dar con el líder del grupo, lo esperó, lo siguió y estando cerca le descargó el arma. Salió corriendo por entre los árboles de la universidad, caminó horas hasta llegar al puerto.
En medio de su desesperación vio un barco con la bandera de Colombia, recordó a su nana quien la crió, mimo y cuidó. Ana, mujer colombiana que vivía en Santa Marta. Observó el barco hasta colarse como polizón, la travesía duró varios días, hasta llegar a Barranquilla, de allí logró localizar a Anita en Santa Marta, después de muchos dificultades para sobrevivir. Cuando se vieron, Anita no la reconoció. Hablaron, lloraron juntas y Eyra le pidió no llamar a sus padres.
A los días conoció unos europeos que la invitaron a conocer el parque Tayrona, cerca al lugar de su residencia, permaneció con este grupo más de un mes, la iniciaron en las drogas, Anita no la quería en su casa como ejemplo para sus hijas, no sólo por las drogas, sino que estaba ante un asesina. Eyra sintió cerradas las puertas de la casa de su niñera y decidió seguir con el grupo de amigos hacia Medellín, así fue como nos conocimos.
El turno era mío, le conté que era ingeniero ambiental, con maestría y un doctorado en los Estados Unidos. Había sido un ejecutivo exitoso, soltero y con un buen salario en dólares, pagado por una trasnacional. Vivía en Bogotá y me pasaba de rumba en rumba, primero caí en el alcohol, luego en el consumo de drogas suaves, pasando a las drogas fuertes, hasta llevarme a perder el Trabajo. Vendí el carro, apartamento y terminé como habitante de calle. Regresé a Medellín de donde soy y estaba mi familia, quien hizo todo lo posible para darme oportunidades y llevarme a los especialistas para dejar la adicción. Ella me escuchaba atentamente. Me invadió una tranquilidad lúcida, serena y en paz al contarle mi historia. Todo lo experimentado, sufrido y vivido, me permitieron acercarme a su mundo, además de sentirme reflejado y solidario con nuestras historias comunes.
Seguimos juntos, cuando teníamos forma de alquilar cuarto, lo hacíamos, pero la angustia de ella, exigía para huir, anfetaminas, cristal y cocaína. Terminamos cayendo en la morfina y en un desfiladero sin fondo, cada día nos hundíamos más y más y hacíamos lo que que fuera para poder consumir. La observaba en los pocos momentos de lucidez que tenía y sentía como ella estaba hecha de alegrías y tristezas, de risas y llantos, de frustraciones, violencias, humillaciones, soledad y muerte.
De estar y vivir en la calle, a ella le dio una neumonía, no sabía qué hacer, cada día estaba peor … ¿Cómo podría ser ella, para borrar el horror de lo vivido y el asesinato cometido? ¿cómo borrar los privilegios de la piel y sentirse en las pobrezas humanas más profundas como indigente en un país tercermundista?. Lo único que tenía era su vida porque era la única tierra propia de cada rincón donde descansaba de sus pesadillas y podía dormir y olvidar.
Se fue apagando. Trato de rescatar los recuerdos borrosos de una mujer que no está viva. No podía dejar que muriera en la calle, ella deseaba darse un baño, tomar una comida caliente, tener una cama y ropa limpia. Me hablaron del proyecto Por Una Vida Más Digna, su directora Margarita Peláez me escuchó, a mí, un indigente, y en pocas horas Eyra estaba en un albergue con atención médica. Murió a los dos días. Agotó su existencia. Localizamos a su familia que vino a recoger sus cenizas, me invitaron a Oslo, trataron mi adicción y hoy son ellos mi familia.
Aprendí a morir y amar con Eyra. No quería seguir repitiéndome, necesitaba encontrar el sentido de vivir, a justificar mi paso por el mundo, a rescatar "el olvidado asombro de estar vivo", del cual hablaba un poeta. Inicié una vida nueva de la mano y en el país de Eyra, diosa escandinava de la salud.
Siento agradecimiento por el encuentro con ella, siento orgullo de cada cicatriz en mi corazón. Las lecciones que me han dado la vida, me han permitido ser el humano que soy, más empático, solidario, agradecido con la vida y con mi encuentro con la inolvidable Eyra.
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