Por: Margarita María Peláez Mejía
Llegaron a la mesa como de costumbre a las siete p.m. Con el llamado de la madre, se acercan los dos hijos y sus tres hermanas, todos jóvenes entre los 12 y 21 años. El padre ya estaba sentado y con su mirada cálida y afectuosos gestos, invita al inicio del diálogo familiar sobre el acontecer del día. Se comenta sobre tareas por resolver, la compañera que se accidentó, el regalo de cumpleaños para los 15, el partido de fútbol y sus resultados, la conversación continúa animada, mientras la madre pone las bandejas con la cena en la mesa, para que cada cual se sirva, disfrute y comente, como siempre lo hacen, sobre la sazón, la ensalada, la creatividad y gusto de la comida preparada por la mamá y la capacidad de hacer maravillas con lo que quedaba del mercado. Al día siguiente había que salir de compras.
La conversación se animaba al comentar una de las hermanas, que tenía novio, todos la miraban e interrogaban, querían saber. De pronto el padre se levanta inesperadamente de la mesa, se dirige rápidamente a la sala, toda la familia lo acompaña con la mirada y un silencio curioso y expectante. Se para enfrente de la ventana y con un movimiento fuerte y seco corre las cortinas, allí aparece un hombre. ¿Surgió de las entrañas de la tierra? ¿de dónde salió? El extraño mira aterrorizado, con ojos llorosos y voz entrecortada dice: no me entregue, no soy ladrón, tengo familia, me van a matar… El padre se ve nervioso, mira por una rendija de la ventana y ve la calle rodeada de policía, vi su angustia en los ojos, se movía nervioso. Los muchachos se fueron al balcón y narraban: llegó una patrulla con cinco policías, ya están en la casa de los Mesas, tocan la puerta de la casa de los Navarros. La madre les ordena entrar y callarse.
El padre invita al ladrón a pasar a la mesa de atrás, en la cocina. Él lo sigue bajo la mirada temerosa de todos. Se sientan, el padre pregunta y escucha. Se les oye, el uno interroga y el otro narra con voz angustiada.
Mientras escucha, el padre recuerda con horror y tristeza su propia y parecida historia de desplazamiento con toda su familia, del Jardín, su pueblo. Recuerda el comportamiento violento de "Los Pájaros" que quemaban, violaban, mataban; el funcionamiento disciplinado, dócil, sumiso de "la autoridad", el desprecio que sentía por la brutalidad de las armas y la ignorancia de quienes hacían uso de ellas. Aún se sintió extraño en su propia tierra y en esta ciudad que sentía ajena. Tuvo conciencia una vez más de su condición de desplazado por la violencia política, del campo a la ciudad. Sintió empatía por el ser humano que tenía al frente. Lo invadió una tranquilidad lúcida, serena y en paz, para tomar la decisión justa.
¿Quién con la mayor experiencia por lo vivido, causado, sufrido, visto y experimentado, podría ser más empático y asertivo? ¿Quién siempre ha sabido equilibrar inteligencia con el corazón?
El padre era apaciblemente sabio, sin dramas, juicios y sí con muchos aciertos. Decía: “lo que dejamos atrás, es parte de nosotros mismos”, otra frase que decía: “cualquier cosa que se presente ante el ojo, déjala ser”.
Se levantó lentamente y les dijo a la familia: yo le creo a este hombre. Continuó; al escuchar y recibir la historia, como mi propia historia, se piensa con ética, se está pendiente del dolor y sufrimiento humano. Esta es una comprensión mayor, que las dadas por las normas, lo aprendí como alcalde de mi pueblo, decía el padre. Espero no lo olviden.
Tocaron el timbre, el padre abrió la puerta y se presentó un capitán de la policía, preguntó ¿todo en orden? ¿sin novedad?. El padre respondió: no hay problema. La familia observaba al padre con respeto, el aprendiz de ladrón, no salía de su asombro.
Su actuar me llevaba a pensar; ha vivido tantas injusticias, violencias y atropellos, ha visto tantas cosas, que se ha convertido en un faro de luz ante los excesos humanos. Con su serena actitud daba verosimilitud a cualquier decisión que tomara, superaba los dramas sin dejarse involucrar, ni tampoco en las discusiones acaloradas del día día. Era apacible por su conocimiento de los abismos existentes en la amplia gama de la condición humana. Quienes lo conocían sabían que nunca tuvo miedo a perder el trabajo, sin miedo a la autoridad, a las culpas, al pecado, sin miedo a vivir.
La madre invitó a los hijos a acostarse. Luego le llevó un plato de comida a Don Antonio, ya conocían su nombre, era campesino desplazado, sin trabajo y desesperado por llevar comida a su casa. En un colchón pasó la noche.
A la mañana siguiente, volvió la normalidad. El padre salió a su trabajo en compañía de Antonio, le dio dinero para aliviar la angustia de ese día, se despidieron. En ese hombre el padre vio lo que pudo ser su propia historia.
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