Por: Margarita María Peláez Mejía
Cuando pienso en el amor no logro ubicar, como la máxima expresión del mismo, al denominado amor romántico. Todos los seres humanos amamos alguna vez o en muchas oportunidades, la experiencia amorosa reflexionada, pasa por el corazón, la mente y los sentimientos, nos enseña a conocer la naturaleza de nuestra alma y a conocernos como humanidad, conocimiento tan complejo como es el misterio de la vida.
Cuándo pienso en el amor, traigo a mi memoria experiencias vividas que me han llevado al límite de mi misma, mis saberes, sentires, y me han abierto puertas a otras dimensiones posibles y reales. De esto les quiero compartir.
Mi segundo hijo Simón, nació en Río de Janeiro, Brasil. Fue un niño esperado, llegó al mundo en febrero 20 de 1990 en pleno carnaval. Yo, su madre estaba tan feliz, que salí a bailar a la calle con los desfiles del carnaval, me uní a la comparsa de mi barrio Leblón, llevando el maletín listo para ir a la clínica de partos. Mi marido caminaba al lado vigilante, me conoce. Siempre he bordeado los límites de lo políticamente correcto: prudente o directa, callada o muy expresiva, cautelosa o arrojada, casi siempre, intempestiva y valiente.
Simón nació sano, grande, hermoso y su cualidad más importante, tranquilo. Regresamos a Colombia, Simón tenía cinco meses, el papá le estaba dando el tetero, yo me encontraba organizando la casa, pasé por su lado, los miré, me asusté y le dije angustiada a mi marido: urgente el niño está grave, tenemos que salir con él al hospital. A una tía que se encontraba con nosotros, le pedí llamar al pediatra urgente. El niño seguía tomando su tetero tranquilamente, mi marido y su hermana me miraban asombrados y no reaccionaban. Yo traía ya la pañalera lista y les dije: me acompañan o me voy sola. Me miraron sin decir nada, más tarde me comentaron que pensaron: ¿qué le pasa? está loca.
Corrimos a la clínica Soma, nos esperaba el pediatra, el bebé no lloraba, no daba muestras de ningún malestar. Le dije al médico lo que observaba de extraño y él lo revisó y dijo: tiene meningitis. Se sintió un silencio profundo y frío en el consultorio. Sin saber por qué, le respondí al pediatra: doctor desearía otro concepto antes de que le haga una punción o intervención. A él no le gustó mi opinión. Procedí a llamar a un primo médico y él rápidamente se vino con tres médicos especialistas más. Yo insistía en que le revisaran la cabeza a mi bebé. El neurocirujano dijo: creo tiene una hemorragia subdural, inmediatamente le hicieron los exámenes diagnósticos y efectivamente esa era la situación. Simón estaba grave. Se regó la noticia, la preocupación, el afecto y curiosidad de la familia, amigos y amigas, se hace sentir en la clínica en pocos momentos.
Las conversaciones y ruido me perturban. Necesito estar sola con mi niño y con tranquilidad saber qué debo hacer, no hay tiempo que perder. No entendía cómo tanta presencia, motivada por el cariño, en donde cada quien opinaba y contaba su historial de enfermedades, traspasaba la línea entre lo público y lo privado.
Se tomó la decisión urgente de operarlo, le hicieron una derivación de la cabeza al estómago, confiando en que no volviera la hemorragia. Habría que observarlo día y noche. El neurocirujano después de la operación nos reúne y presenta un panorama de posibles escenarios, la mayoría poco esperanzadores. El papá y yo nos quedamos solos, lloramos e hicimos un pacto, pase lo que pase, acompañaremos y viviremos por nuestro Simón.
Al día siguiente de la operación, después de pasar toda la noche vigilantes, observando al hijo, le dije a Fernando, mi marido, “la derivación se le zafó”. Esta derivación iniciaba en la cabeza, pasaba por detrás de la oreja y concluía en el estómago. No se veía externamente. Simón permanecía tranquilo y yo muy angustiada por lo que presentía. Llamé al cirujano, le comenté lo que creía que pasaba, él me respondió que, en 23 años de práctica profesional, esto nunca le había ocurrido; continuó diciéndome que, estuviéramos tranquilos, que un incidente de esos, no había sido referenciado nunca en la literatura médica, recomendó me tomara un tranquilizante. Yo le pedí angustiada el favor de pasar a revisarlo, al salir de cirugía.
Al concluir la tarde paso a darme una ayuda más a mí, que al paciente. Cuando llegó me vio tranquila y se dirigió al niño a revisarlo, se empezó a demorar y sacar instrumentos de su maletín médico: medir, escuchar, palpar… y dijo: ¿me puede explicar Margarita, cómo usted vio esto? ¿cómo se dio cuenta que la derivación se había despegado? esto para mí es imposible, inexplicable. Después de un largo silencio nos dice: hay que prepararse, observarlo día y noche, por ahora no puedo hacer nada más.
Este tiempo de angustia, dolor y desesperación, me trajo a la mente a mi querido amigo y maestro doctor Jorge Carvajal, médico bioenergético. Lo contacté, le conté lo que sucedía, como visualizaba a mi Simón sano y feliz, le narré lo que le estaba pasando, como yo rechazaba los pronósticos médicos, le pedí urgente que necesitaba su ayuda. A las pocas horas vino a arroparme con su sonrisa, conocimiento, paz, solidaridad, y sabiduría. Examinó lentamente a Simón y corroboró el diagnóstico, me dijo que trabajaría en controlar la hemorragia, traía sus cristales, entre ellos un pequeño rubí, me comentó: sería ideal Margarita para este caso, poder conseguir uno más grande y puro, un rubí fino. Coincidencialmente tengo una hermana joyera, la llamé y al poco tiempo el rubí estaba en casa.
Con la operación, con la cristaloterapia, bioenergética, el aislamiento para tenerlo rodeado sólo de amor, cuidados, sonidos y palabras sanadoras, se hizo el milagro. Se paró la hemorragia, la derivación fue retirada y hoy Simón es un joven sano, feliz, un ingeniero físico exitoso que, ni recuerda que esto pasó en su vida.
Con el tiempo reflexiono. El ser madre desencadena una serie de sentimientos, reacciones, actitudes, haceres y sentires desconocidos antes de asumir esta condición materna que me llevo a aceptar la enfermedad como camino, para dejarse interpelar por las necesidades del hijo enfermo que, aún no puede expresar su dolor con palabras y darme a comprender el concepto de encarnarse, como la forma de entrar empática y amorosamente en la piel, el cuerpo y el sentir del otro. ¿Cuántas veces sentí su dolor como nunca he sentido uno mío? ¿cuánto desee que me pasara a mí y no a él esta enfermedad? Me interrogo:
¿el amor de madre permite acceder, conectar con los sentidos internos, para ver con los ojos del alma? ¿las conexiones neuronales maternas se aceleran para buscar sanar y cuidar, como lo han hecho en el tiempo, las curanderas, sanadoras, parteras, chamanas, es decir, el linaje femenino sanador, al que me conecté, para obtener la sabiduría intuitiva ancestral?
Para mí ,esta es la manifestación máxima de expresión del amor incondicional y profundo que la he repetido en mi vida varias veces y que contaré en próximas narrativas.
He vivido, viajado, amado, reído, bailado, llorado y gozado. Sin embargo, el cambio y procesos de la vida, los he hecho conscientes con el paso de los años, el aporte mayor a mi ser y alma, lo han generado los hechos nacidos desde y con AMOR.
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